Vivir significa sufrir. Morir significa renacer y sufrir. El ciclo de la vida, la muerte y la reencarnación, conocido como Samsara, gira infinita e inexorablemente. La liberación sólo es posible mediante la iluminación, la sosegada conciencia de la unidad universal de todas las cosas. La iluminación es la anetesala del Nirvana, un escape de la rueda, la fusión con el Ser Único.
Estos son los dogmas del budismo, que, por otra parte, mantiene que el sufrimiento procede de la autoconciencia del yo, de la ilusión de estar separado de los demás. Entre las enseñanzas de Buda cabe señalar la que afirma que ninguna deidad contribuirá a desterrar esta ilusión paralizadora. Los individuos deciden su propio destino, creando con hechos e ideas el libro kármico que gobernará su camino hacia la iluminación. El trayecto puede resultar de extensión incalculable, por lo que son necesarias numerosas y sucesivas vidas humanas y no humanas en éste y en otros mundos.
El budismo, elegante en su simplicidad, ha adquirido complejidad en sus dos milenios largos de historia y de difusión desde la India hacia otras tierras. En muchas ocasiones, esta religión se fundió mansamente con otras creencias preexistentes. En el Tíbet, por ejemplo, incorporó aspectos pertenecientes a una religión animista llamada Bon. De esta manera, el budismo tibetano ha ido aceptando intrincados rituales y ceremonias, así como una serie interminable de cielos e infiernos, dioses y demonios. De todas maneras, los budistas, imperturbables ante todos estos elementos contradictorios, saben finalmente que -sea cual sea el camino que conduce a la iluminación- la meta sigue siendo inalterable e inevitable.
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