La experiencia consciente y diaria, al presentamos el espectáculo continuo de la muerte en nuestro derredor, nos demuestra que también a nosotros nos ha de tocar un día nuestro turno de morir; mas, por otro lado, y sin que nadie haya podido explicarnos el porqué de ello, hay algo harto extraño en nuestro inconsciente a quien repugna la idea de no ser o del morir, tanto, que aunque llegásemos a centenarios, siempre pensaríamos y obraríamos como si jamás hubiese de interrumpirse nuestra existencia.
El temor a la muerte es causa, en efecto, de la mayor parte de nuestras desdichas. Herencia medieval, o más bien herencia de todos los tiempos, no ha desaparecido aún de nuestros corazones.
La falta de ideales de los unos, los erróneos ideales de los otros, son motivos para que se mire con pavor lo que debiera recibirse serenamente y considerarse como el más lógico cumplimiento de una ley natural que, cual todas las cosas naturales, resulta misericordiosísima.
Los despotismos teocráticos de todos los tiempos y cuantas explotaciones han existido del débil por el fuerte, debiéronse a este maldito temor, causa siempre de tristes misoneísmos.
La educación tradicional europea es la más desastrosa que darse puede en tan esencial cuestión de nuestra vida. Las cerradas ortodoxias de otros tiempos; sus falsos infiernos tremebundos, donde un día tan sólo de humana debilidad decía castigarse con penas sempiternas, esterilizaron nuestra razón ante el Misterio, y, al hacernos cobardes, dejamos de ser hombres y caímos víctimas de nuestra propia debilidad. De aquí tanta y tanta neurosis religiosa, que ora llevaron al hospital, ora al claustro, a gran número de crédulos, ganosos de conseguir, con una muerte en vida, una vida tras la muerte.
La inevitable reacción escéptica ha traído el mal contrario. Ahogados los más nobles espiritualismos y las más legítimas esperanzas de una vida mejor de ultratumba, justo premio a sentidos anhelos de aquí abajo, natural es que nos sintamos más aferrados a una vida única que se nos escapa, y tras la cual sólo nos aguarda la aniquilación inconsciente y absoluta.
Cosa bien distinta es la del que cree en realidades post mortem, cumplidas, ora en ignotas regiones del espacio, ora en los mundos que en él pululan por millares, o bien retornando cien y cien veces a la Tierra, con ese mismo movimiento cíclico con que todo retorna en la vida, ciclo evidenciado en la marcha de las estaciones, en la de las ideas y en otros fenómenos naturales.
Retorna el oxígeno, que mediante combinaciones y descomposiciones cíclicas se incorpora con el carbono en la respiración animal, y se separa de él por la función vegetal de la clorofila, tornando a ser respirado y separado en ciclos sin fin, en la sucesión de los tiempos; retorna el agua del mar, que pasa de este a las nubes; de las nubes a las fuentes y ríos, en otro ciclo o rotación inacabable y prodigiosísima; retorna, gira, se mueve en ciclo, una y cien millones de millones de veces, la corriente marítima y la corriente atmosférica, la corriente de savia, la de sangre; todas, en fin. Por eso, si todo la que nace tiene que morir, cuanto muere ha de renacer indefinidamente, en virtud de la asidua observación natural que establece la ley cíclica, como la más augusta de las leyes que rigen al Universo entero, desde el átomo hasta el astro. Por eso, también, la Naturaleza no es una masa inerte para quien sabe comprender su sublime grandeza, sino la fuerza creadora del Universo, fuerza siempre eficiente, primitiva, eterna, que alberga en su seno todo cuanto nace, perece y renace indefinidamente, y un día eterno en el cielo, y un día eterno para el hombre, nos incomunicarían con la creación, el primero, y el segundo con el Creador.
Hay que creer en la vida y en la muerte como simples aspectos de una sola y única cosa. La ley de acción y reacción, de energía activa y latente, de luz y sombra, de oscilación pendular y eterna entre órdenes mal diferenciados por nuestra miopía, de presencia y ausencia, labor y descanso, seminación y fruto, en un indefinido viajar hacia idealidades ignotas de inaudita hermosura, donde nuestra personalidad se anegue en el piélago insondable de lo Incognoscible, y donde descanse un tiempo para retornar, ya de otro modo. ¿Será esto realmente así? Demostrarse no puede. Hoy no han salido aún estas cosas de los inconmensurables dominios de la intuición y de la imaginación, para entrar en el del raciocinio pero si recordamos la historia de los siglos, veremos que en materia de descubrimientos portentosos siempre la realidad ha excedido a todas las fantasías en ciencias, industrias, artes y cuanto abarca la humana y secular labor. No temamos, pues, a la muerte: no es ella término, sino puerta de la vida, que por algo se cumple con ella el más augusto y misterioso de nuestros naturales destinos. Eduquémonos, no para morir, sino para la vida de la realidad, amasada, en justa proporción con los más exquisitos idealismos. Haciéndolo así, el hombre es un dios, porque se domina a sí mismo frente al más espeluznante de los temores.
Una consideración no más que servir puede, en efecto, de un dulcísimo consuelo. La muerte es, sin disputa, una triste verdad para los que aquí quedamos; pero tratándose de los casos de muertes naturales exornadas con los suaves adormecimientos inconscientes del sueño, ¿podremos asegurar, de igual modo, que sea la muerte una realidad para el que marcha? En el momento supremo en que salga de tal inconsciencia, ¿no verá él la ulterior realidad que le espera, y vendrá, así, a no darse cuenta de cuanto le ocurre? Si tal acaeciese, la muerte carecería para la víctima de toda realidad objetiva atormentadora, o lo que es lo mismo, después de tanto ruido, le resultaría no más que una insigne mentira.
¿Todavía lo dudas? Si no, tú ya has matado a tu muerte.